Hoy he vuelto a casa de mis abuelos, hacía
más de cinco años que no iba. Desde que se quedó vacía no había vuelto a poner
los pies dentro, pero hoy he querido volver a verla. Entre inquilino e
inquilino y, aprovechando que mi padre tenía que acercarse por ahí, he vuelto a
entrar.
He de decir que estaba tal y como la
recordaba, excepto una mesa y la fregadera nueva, lo demás seguía exactamente
igual. Cinco años en los que yo he cambiado tanto y la casa ha cambiado tan
poco, como si no hubiera pasado el tiempo… Sin embargo, desde el primer momento
en que he abierto la puerta, he notado algo distinto, diferente.
Ya sabía que no me la iba a encontrar llena, que ahí hacía tiempo que no vivía nadie. Sabía perfectamente que la silla que seguía al lado de la ventana, donde siempre se sentaba mi abuela, iba a estar vacía. Tampoco esperaba encontrarme a mi abuelo en su esquina izquierda del sofá, ni las campurrianas que siempre guardaban en el armario. No esperaba encontrarme nada de eso. Era algo más, algo que faltaba y en lo que no había pensado antes. Era el olor.
Ese olor que caracterizaba la casa de mis
abuelos. Ese olor que, en cuanto se abría la puerta, nos inundaba por completo.
No era un olor fuerte pero tampoco suave. No era un olor agradable pero tampoco
desagradable. No sabría describirlo, era, simplemente, el olor de casa de mis
abuelos. Ese olor que hoy aún, cinco años después, todavía puedo recordar. Ese
olor que me acompañaba mientras cruzaba la puerta, que me acompañaba mientras
saludaba a mis abuelos, mientras les daba un beso, mientras veía la tele con
ellos, comía galletas o les escuchaba hablar. Ese olor que, hace ya mucho, no
huelo y que posiblemente tampoco vuelva a oler más.
Fue raro. Fue ver la casa de siempre, con sus
cosas de siempre, como si fuera otra. Ese lugar en el que tantas tardes he
pasado ya no era el mismo. Supongo que fue, en el fondo, una pequeña lección, un
nuevo aprendizaje. Hoy he visto que las cosas por si solas no valen nada. Nada
de nada. No solo no valen, sino que tampoco significan.
Creo que no es la silla donde se sentaba mi
abuela lo que nos queda de ella. Tampoco el sofá de mi abuelo lo que nos queda
de él. No es el frigorífico, la cama o el espejo. Y, desde luego, tampoco lo es
la casa. Lo que a mí me queda es ese olor. No sé cómo las personas tenemos la
capacidad de recordar olores sin olerlos, pero lo hacemos. Un olor puede
convertirse en un pequeño tesoro a guardar en un frasquito de recuerdos. Un
olor puede ser algo para recuperar de vez en cuando, algo con el poder de
trasladarnos a lugares, lugares que quizás todavía existen, como la casa de mis
abuelos, pero que ya no son los mismos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario