“Porque llegaron las fiestas, de
esta gloriosa ciudad, que son en el mundo entero, unas fiestas sin igual”
El día 6 de Julio es un día de esos en los
que yo amanezco antes que el sol. A partir de las ocho de la mañana no puedo
aguantar ya ni un segundo más en la cama, me levanto de un salto, con una
mezcla de nervios e ilusión en el estómago y ganas de salir de casa. Lo primero
que hago siempre es asomarme a la ventana y ya voy notando algo en el ambiente,
algo que deja bien claro que este día, aquí, no es un día cualquiera.
En la silla de mi habitación descansa todos
los años la ropa bien preparada desde la noche anterior. Blanca, impoluta.
Nunca sé cuándo volveré a casa a lo largo del día, pero siempre sé que, cuando
llegue, poco color blanco quedará en ese pantalón y esa camiseta. Y, cómo no,
al lado de la ropa estará ese pañuelico rojo que ataré a mi muñeca pero que, a
partir de las doce, pasará al cuello y ahí quedará durante nueve días.
Seguramente, cuando me mire al espejo,
totalmente vestida de blanco, los nervios aumentarán un poco más. Pero para
nervios, los que llegarán a las doce del mediodía. Rodeada de gente, con el
pañuelico en alto, sin saber muy bien si ya ha salido alguien al balcón o han
prendido la mecha, oiré ese grito que año tras año surge desde el ayuntamiento
y nos invita, a pamploneses y pamplonesas, a nueve largos días de fiesta. Y entonces
se oirá, por fin, esa explosión en el cielo de Pamplona que dará comienzo a los
Sanfermines. A partir de ahí ya no puedo explicar con mis palabras qué es lo
que va a ocurrir, así que utilizaré las de Hemingway: “Al mediodía del domingo
6 de julio la fiesta estalló, no hay otro modo de decirlo”.
Pues sí, la fiesta estallará. Estallará y
bien estallada. A partir de entonces y hasta el 14 de julio se oirá música por
todos lados, la gente bailará, reirá y beberá. Niños, jóvenes y mayores
disfrutarán por igual de nueve días de fiesta. Pasarán las horas y los días sin
ser consciente de ello y sólo habrá que preocuparse por pasárselo bien. Son días
de conocer gente de todos los lugares del mundo, de hablar en inglés, francés o
incluso chino, de brindar con un grupo de australianos y bailar con otro de
estadounidenses. No importará si vas bañado en sangría o con el pelo pringoso, si
las zapatillas se te quedan pegadas al suelo mientras bailas o si recibes algún
que otro empujón en las calles llenas de gente. Son días para estar en
cuadrilla, para volver a ver a todos tus amigos, para juntarte con gente que
hace mucho que no ves. Son días para disfrutar, y no pasárselo bien es
prácticamente imposible.
El chupinazo, las comidas, el “riau riau”,
las charangas. La procesión, el vermut, los toros, las peñas, las cenas. Las
dianas, los almuerzos, los gigantes y cabezudos, la noria, los fuegos artificiales.
Los churros, los globos, la tómbola. Los conciertos, los puestos, los guiris,
las barracas, el tirapichón. Los encierros, la ropa blanca, el pañuelico y la
faja, los amigos. El encierrillo, las jotas, los clarines y timbales, el pobre de
mí. San Fermín. Son muchas cosas que hacen estas fiestas especiales.
Supongo que cada día llegaré a casa y casi no
podré ni moverme. Llegaré y tendré que decidir si ducharme en la cama o
quedarme dormida en la ducha, porque el cansancio y la suciedad pesarán igualmente
en mi cuerpo. Dormiré pocas horas y al día siguiente no habrá tiempo para
recuperarse. Así estaré durante nueve
días de fiesta. Nueve días que transforman Pamplona y que hacen, de esta
pequeña gran ciudad, un lugar aún más especial. ¡Felices fiestas a todos!