miércoles, 26 de noviembre de 2014

Cambios...

Vuelvo a comer en casa de mis abuelos, vuelvo a tener largas conversaciones con ellos y, como siempre, vuelvo a irme pensativa, con muchas preguntas en la cabeza y pensamientos dando vueltas. Hoy he llegado cansada, después de una atareada mañana de clases, y me he dedicado a hacerle preguntas a mi abuela. Así ella me contaba cosas y yo disfrutaba de una comida escuchando e imaginando.

Poco a poco me ha ido hablando de cómo con doce años tuvo que dejar el colegio para ocuparse de todos sus hermanos pequeños y, después, comenzar a trabajar en el campo para poder llevar dinero a casa. Me ha dicho que en invierno iba con pantalones y chaqueta de hombre para resguardarse del frío, que llevaba calcetines en las manos a modo de guantes y que se dedicaba a rascar las remolachas para quitarles el hielo que las cubría.




Hoy la miraba y casi no me la podía imaginar así. La veo mayor, encogida, y no me puedo hacer a la idea de todo lo que tuvo que hacer. Me ha seguido hablando de cómo tenía que lavar la ropa de los demás a mano, levantarse todas las mañanas a las seis, compartir la comida con otros diez hermanos…  Por más que lo pienso me parece increíble. Pero más increíble me parece, aún, cómo ha cambiado todo. Todo eso que hace sesenta años formaba parte del día a día de mi abuela, hoy sería impensable.

No deja de asombrarme la capacidad que tenía mi abuela para soportar, aún siendo muy jovencita, todas esas cosas. Aguantaba todo el día trabajando en el campo, independientemente del tiempo que hiciera, y aún tenía fuerzas para ayudar luego en casa. Yo creo que sería incapaz de soportarlo, pero también creo que nuestra capacidad muchas veces depende de nuestra costumbre. Puede ser que yo ya me haya malacostumbrado.

Vivimos en unos tiempos en que hemos optado por facilitarnos la vida al máximo posible. Que no haya necesidad de ir al campo, mejor que nos lo traigan al supermercado. Que no tengamos que lavar a mano, ya están las lavadoras. Los diez hijos de antes quedan convertidos en dos. Para qué andar largos caminos si tenemos coches. El correo mejor mandarlo por e-mail. El pan con chocolate de la merienda, convertido en un bollo… Todo ha sido transformado, todo ha sido simplificado. Y yo me pregunto si, en vez de facilitarnos las cosas, no nos estaremos atontando.




Aún así, conforme mi abuela me va relatando su infancia, me voy alegrando de haber nacido ahora y no hace sesenta años. Sin duda, he tenido suerte. Y en eso me encuentro pensando, cuando oigo a mi abuela decir que su padre tenía una bicicleta que siempre dejaba tirada en la calle y nunca nadie se molestó en robar. Dice que la puerta de casa siempre la tenían abierta, que la gente del pueblo entraba como si de la suya propia se tratara, que ella entraba en las de los vecinos sin necesidad de pedir permiso. Dice que todo el día andaban de un lado para el otro, sin ninguna preocupación; que no había quien robara ni hiciera mal, que las cosas no eran fáciles pero que ellos eran felices. Y, entonces es cuando se me rompen los esquemas.





Resulta que nos hemos facilitado la vida, que la hemos simplificado. Hemos procurado hacer las cosas más sencillas, hemos trabajado por mejorarlas. Sin embargo, las personas nos hemos hecho peores. Nos hemos olvidado del convivir, hemos dejado atrás las buenas costumbres. Ya no hay quien deje la puerta de casa abierta, ni la bici sin atar en la calle. Ya no se deja a los niños ir y venir, salir y entrar, correr y campar a sus anchas. Hemos cambiado muchas cosas pero me pregunto si no nos habremos pasado. Me gusta todo lo que me cuenta mi abuela, cada historia, cada detalle pero, sin duda, mi momento preferido es cuando le oigo decir que, a pesar de todo esto, ellos eran felices. A fin de cuentas, en la vida, esto es lo más importante. 

lunes, 24 de noviembre de 2014

Por esas veces..

Por esas veces en que las cosas no nos van como habíamos planeado. Veces en que nos toca hacer cosas que no nos gustan. Veces en que queremos decir unas cosas pero las circunstancias nos empujan a decir otras, veces en que queremos hacer algo y al final acabamos haciendo lo contrario. Veces en que nos gustaría cambiar millones de cosas pero no tenemos por dónde empezar y sabemos que deben quedarse tal y como están.

Por esas veces en que empezamos a darnos cuenta de que todos esos consejos que nos han dicho a lo largo de nuestra vida, todo eso de “serás lo que quieras ser”, “tu vida sólo depende de ti”, “llegarás donde quieras” o “tú eres tu propio límite”, no son del todo ciertos. Veces en que comprobamos que nuestra vida está siendo dirigida por muchas más personas que nosotros mismos y que en ella están influyendo demasiadas cosas.




Por esas veces en que nos dan ganas de dejarlo todo. Veces en que empezamos a preguntarnos el por qué de lo que hacemos. Veces en que nos planteamos el haber olvidado que lo único importante en esta vida es ser felices y hacer lo que nos gusta, elegir nuestro camino. No lo que otros digan, no lo que otros opinen, no lo que otros decidan. Veces en que hemos perdido el sentido de lo que hacemos y de por qué lo hacemos.

Por esas veces en que comprobamos que, realmente, nadie nos entiende. Que pueden ponerse en nuestra posición, pueden escucharnos, puedan dar su opinión… Pero nunca podrán comprendernos porque nunca llegarán a vivir lo que estamos viviendo. Veces en que nos damos cuenta de que, al final, la única persona que vive su vida es uno mismo y, por lo tanto, la única persona que debería tener poder para tomar decisiones sobre la misma es, también, uno mismo.




Pero, sobre todo, por esas veces en que, aun estando todo así, seguimos hacia delante. Veces en que nos dan ganas de abandonar las cosas, de cambiar de vida, de dejar todo lo que habíamos conseguido y empezar de cero pero que, sin saber cómo ni de dónde, sacamos unas enormes fuerzas que nos hacen levantarnos cada mañana. Levantarnos con ganas de enfrentarnos a nuevos retos, de salir hacia delante, de afrontar dificultades, de alcanzar metas.





Y es que, si las cosas se vuelven difíciles, es porque hemos llegado a un alto nivel, porque hemos conseguido ascender. Debajo de nuestro potencial no existen dificultades, ni grandes obstáculos, pero tampoco grandes metas. Nunca debemos olvidarnos de aquello que nos gusta, de eso que nos hace felices, de lo que nos llena. Nunca debemos dejar de ser dueños de nuestra propia vida, ni dejar que otros decidan por nosotros. Pero tampoco hemos de abandonar a la primera de cambio. A veces las cosas se ven grises pero hay que luchar. Hay que luchar, trabajar y hay que seguirse esforzando. La verdad, nadie consiguió grandes cosas haciendo mínimos esfuerzos. 

martes, 11 de noviembre de 2014

Lecciones

Hay veces que parece que nuestras cosas, nuestros problemas, nuestras preocupaciones, son enormes. Momentos en que nuestra cabeza no puede estar a otra cosa. Ocasiones en que nuestro tiempo queda reducido a aquello que ocupa nuestra mente y nuestro esfuerzo. Por suerte, también hay veces en que la vida decide darnos alguna lección y cambiar la perspectiva desde la que miramos las circunstancias que nos rodean.

Hace unos años, cuando me encontraba a tres semanas de hacer la selectividad, me pasó algo así. Yo tenía muy clara la carrera que quería estudiar y dónde la quería hacer, pero todo iba a depender de la nota media con que acabase el curso. El agobio con que cada mañana me sentaba en mi mesa, a estudiar, aumentaba día tras día. Mi vida había quedado reducida a prepararme los exámenes y a pensar en cómo me saldrían.




Ahí andaba yo, estresada, tres semanas antes de selectividad, cuando empecé a fijarme en que todas las mañanas, mientras yo estudiaba, una pareja de ancianos, ya bastante mayores, salían a pasear por la plaza que hay enfrente de mi ventana. Iban juntos y despacito, pasito a paso, poquito a poco. Hablaban, se miraban, sonreían, saludaban a los vecinos y se paraban a hablar con ellos. Y así pasaban las mañanas, dando vueltas a la plaza, sentándose de vez en cuando, observando su alrededor y cruzando miradas entre ellos.

Poco a poco empecé a cogerles cariño. Cada mañana que me sentaba a estudiar, esperaba la hora en que ellos salieran de casa y se pusieran a pasear. Me gustaba mucho mirarles. Se les veía felices con algo muy simple. Desprendían tranquilidad, ternura y mucha paz. Mostraban el lado más bonito de la vida. El haber vivido mucho y aún así seguir disfrutando de las cosas del día a día, del seguir juntos, de los encuentros con los vecinos, de los paseos matinales. Aunque no pudieran andar mucho, aunque cada dos pasos se sentaran a descansar, aunque fueran despacito…




Y, de repente, me encontré con que ya no me estresaban tanto mis exámenes de junio. Con que no me preocupaba si, aún esforzándome, las cosas no me salían tan bien como yo pretendía. De repente entendí que lo importante era trabajar duro, día a día, pero teniendo en cuenta que, que las cosas no salgan como planeamos, no quiere decir que nos vayan a ir mal.





Hace ya unos cuantos años que los vi pasear por última vez. Al final incluso los fines de semana me asomaba para observarles un rato. Ellos nunca me llegaron a ver y, sin saberlo, me dieron una gran lección. Sin quererlo me enseñaron que las circunstancias no tienen por qué influir en nuestra felicidad y que, en los momentos difíciles, no hay nada como salir a pasear despacito con la persona que más nos quiere.