viernes, 30 de mayo de 2014

Recuerdos con olor a...

Hoy he vuelto a casa de mis abuelos, hacía más de cinco años que no iba. Desde que se quedó vacía no había vuelto a poner los pies dentro, pero hoy he querido volver a verla. Entre inquilino e inquilino y, aprovechando que mi padre tenía que acercarse por ahí, he vuelto a entrar.

He de decir que estaba tal y como la recordaba, excepto una mesa y la fregadera nueva, lo demás seguía exactamente igual. Cinco años en los que yo he cambiado tanto y la casa ha cambiado tan poco, como si no hubiera pasado el tiempo… Sin embargo, desde el primer momento en que he abierto la puerta, he notado algo distinto, diferente.




Ya sabía que no me la iba a encontrar llena, que ahí hacía tiempo que no vivía nadie. Sabía perfectamente que la silla que seguía al lado de la ventana, donde siempre se sentaba mi abuela, iba a estar vacía. Tampoco esperaba encontrarme a mi abuelo en su esquina izquierda del sofá, ni las campurrianas que siempre guardaban en el armario. No esperaba encontrarme nada de eso. Era algo más, algo que faltaba y en lo que no había pensado antes. Era el olor.

Ese olor que caracterizaba la casa de mis abuelos. Ese olor que, en cuanto se abría la puerta, nos inundaba por completo. No era un olor fuerte pero tampoco suave. No era un olor agradable pero tampoco desagradable. No sabría describirlo, era, simplemente, el olor de casa de mis abuelos. Ese olor que hoy aún, cinco años después, todavía puedo recordar. Ese olor que me acompañaba mientras cruzaba la puerta, que me acompañaba mientras saludaba a mis abuelos, mientras les daba un beso, mientras veía la tele con ellos, comía galletas o les escuchaba hablar. Ese olor que, hace ya mucho, no huelo y que posiblemente tampoco vuelva a oler más.




Fue raro. Fue ver la casa de siempre, con sus cosas de siempre, como si fuera otra. Ese lugar en el que tantas tardes he pasado ya no era el mismo. Supongo que fue, en el fondo, una pequeña lección, un nuevo aprendizaje. Hoy he visto que las cosas por si solas no valen nada. Nada de nada. No solo no valen, sino que tampoco significan.

Creo que no es la silla donde se sentaba mi abuela lo que nos queda de ella. Tampoco el sofá de mi abuelo lo que nos queda de él. No es el frigorífico, la cama o el espejo. Y, desde luego, tampoco lo es la casa. Lo que a mí me queda es ese olor. No sé cómo las personas tenemos la capacidad de recordar olores sin olerlos, pero lo hacemos. Un olor puede convertirse en un pequeño tesoro a guardar en un frasquito de recuerdos. Un olor puede ser algo para recuperar de vez en cuando, algo con el poder de trasladarnos a lugares, lugares que quizás todavía existen, como la casa de mis abuelos, pero que ya no son los mismos.



lunes, 26 de mayo de 2014

Un lunes cualquiera

Todos mis lunes son largos. Días de esos que voy a la uni a las ocho de la mañana y no vuelvo hasta media tarde. Días en los que puedo bostezar cien veces, mirar al techo de clase ciento cincuenta y a la pantalla del móvil doscientas. Días de esos que los mires por donde los mires y los cojas por donde los cojas son monótonos. Monótonos y aburridos.




Aún así, los aprovecho para comer con mi amiga Miriam. Entre clase y clase, estudio y estudio, libro y libro, sacamos un ratito al mediodía para comer juntas. La verdad, no solemos hablar mucho. Creo que llegamos tan agotadas que no nos quedan ni fuerzas para decir gran cosa. En realidad tampoco me importa. A veces hay personas a las que conoces tanto que ya te da igual mostrarte tal y como estás en cada momento. Por eso, si no nos apetece hablar, pues no hablamos, pero nuestra comida sigue siendo uno de los mejores momentos del día. Tal vez no digamos mucho pero estamos, y eso es lo más importante.

En esto andaba yo hoy, comiendo macarrones, con la mirada perdida, bostezando y lanzando largos suspiros, cuando Miriam me ha dicho “¿eres consciente de que ahora mismo hay alguien divirtiéndose?" La verdad, en ese momento sólo era consciente de que de mí no se trataba. Ella ha seguido insistiendo, “¡Que sí!, ¿te das cuenta de que este lunes puede convertirse en el mejor día de la vida de alguien?” Pues no sé. Es posible que hoy alguien se levante de la cama esperando otro lunes más y éste termine convirtiéndose en uno de los mejores días de su vida. Podría ser, pero he de aceptar que ver a Miriam, de repente, con esa ilusión y esa sonrisa me ha sacado de mi ensimismamiento.

Alguna vez oigo que las personas debemos ser realistas y prácticas. Menos pájaros en la cabeza y un poco más poner los pies en el suelo. Pero, cuando ser realista te lleva a pasarte nueve horas y media en la universidad, ya no es que pongas los pies en el suelo, es que es el alma misma la que se te cae hasta ahí.

Igual por eso Miriam y yo hemos empezado a divagar mientras pasábamos de los macarrones al lomo. En esas andábamos cuando, al comer la fruta, hemos acabado preguntándonos qué nos podría pasar hoy a nosotras para que este lunes se convirtiera en el mejor día de nuestra vida. Desde que nos suspendieran la clase de la tarde hasta recibir la carta para estudiar en Howarts hemos ido pasando por múltiples posibilidades. Un viaje sorpresa a Nueva York o que nos aprobaran directamente los ya cercanos exámenes finales también sonaban atractivas. Así, hemos acabado nuestra comida de lunes con un poco más de ilusión y alegría que como la habíamos empezado.

Hay días que no pintan bien. Hay días más largos que otros. Hay días eternos. Pero, en realidad, nunca sabemos qué va a pasar y, por muy parecidos que parezcan, dos lunes nunca son iguales. Lo más curioso es que muchas veces todo depende de la actitud con la que nos tomemos las cosas. Igual, en el fondo, sólo es cuestión de abrir un poco las alas y levantar los pies del suelo. Nunca podemos imaginarnos en qué puede convertirse el lunes más común y cotidiano, por eso mismo “seamos realistas y soñemos lo imposible”. 



lunes, 19 de mayo de 2014

Por costumbre...

Hoy vuelve a pasar lo mismo, lo mismo de todos los días. Vuelve a salir el sol y, tras un tiempo para prepararse, le llega otra vez el momento de salir a la calle y comenzar una nueva mañana. Siempre la misma duda, siempre la misma decisión. Tantos caminos para tomar, tantas oportunidades cada nuevo amanecer y, al final, tantos días iguales.

Nunca le han gustado las alturas. No le han gustado los caminos estrechos ni aquellos en los que no se ve el final. Nunca le han gustado los sitios desconocidos o demasiado cerrados, los lugares nuevos, lo distinto o diferente. No le gustan las cosas sin preparar, no le gusta el desorden ni le gusta el descontrol.

Aún así, cada noche sueña con salir de ahí. Cada noche sueña con nuevas oportunidades, con largas escapadas, con grandes cambios. Sueña con lo mismo día tras día, entre sábanas, cojines y algún que otro peluche. Sin embargo, cuando cruza el umbral de la puerta, los sueños desaparecen, se esfuman y no vuelven a renacer hasta la hora de dormir de nuevo. Y, lo peor de todo, los olvida durante el día. Es incapaz de acordarse de ellos.

Al final ya se ha acostumbrado. Se ha acostumbrado a ser funambulista de bajas alturas. Se ha acostumbrado a caminar con los ojos cerrados porque ya conoce cada pequeño obstáculo del camino. Anda sin preocupaciones ni miedos porque conoce qué vendrá después, qué llegará en cada momento.

Puedes cruzártela cada día y siempre la verás sonreír, pero nunca la oirás reír a carcajadas. Se pondrá contenta cuando día tras día se cruce contigo, pero nunca se llevará grandes sorpresas. Quizás no veas en ningún momento lágrimas caer por sus mejillas, pero tampoco sabrá qué es llorar de alegría.

Y yo, cada vez que la veo me pregunto ¿Por qué será que la comodidad atrae tanto?, ¿qué tendrá la rutina que siempre acaba por rodearnos?, ¿no será, la costumbre, eso que nos atrapa, que poco a poco nos envuelve y que con el tiempo nos va apagando?. 

viernes, 16 de mayo de 2014

Uno más

Ya uno más. Uno que llega y otro que se pasa. Ya sé que es solo uno, como ha sido siempre, pero esta vez me da la impresión de que llegan varios de golpe. Igual es, simplemente, que ahora es cuando más se nota el cambio. Siempre he sabido que algún día llegaría el momento de crecer, el momento de cambiar de etapa, de seguir hacia delante. Así, de repente, me encuentro con que el momento ha llegado. Ha llegado y ha pasado. Y, a lo tonto, resulta que ya tengo veintiuno.

Veintiún años, que se dicen pronto pero tienen su historia. O mejor dicho, la mía. La historia de todo lo que soy, de todo lo que tengo. Una historia que año tras año voy escribiendo. La historia de mi vida. Historia que no tiene por qué coincidir con lo que siempre he imaginado pero que no cambiaría por nada.

Es increíble la de momentos que se pueden vivir en veintiún años. Tantos que soy incapaz de acordarme de muchos de ellos. Lo más curioso es que cada vivencia, cada experiencia, cada persona con la que he coincidido, han ido dejando pequeños pedacitos en mí y convirtiéndome en quien soy ahora.

Supongo que en eso consiste crecer. En aprender de cada cosa que te ocurre, de cada persona que conoces, de todo lo que vives. Aprender de cada pequeño detalle e irte construyendo como quien quieres llegar a ser. Eso mismo me ha ido pasando a mí. He ido creciendo y he ido cambiando. Al fin y al cabo, el tiempo no deja nada intacto.




Por eso mismo, porque todo cambia, porque nada se queda como está, me voy dando cuenta de que si tengo que quedarme con algo, con lo mejor que me ha pasado en todo este tiempo, me quedo con las personas. Personas que tienen cara. Personas con nombre y apellido. Esos cientos de individuos con los que me he cruzado en estos veintiún años. Personas con las que he hablado, me he reído, he llorado, personas de las que he aprendido. Personas que en mayor o menor medida han tenido su pequeña influencia en mí. Muchas de ellas siguen conmigo ahora y de otras hace mucho que no sé nada, no me importa, todas han aportado su pequeño granito de arena.

Días como hoy me hacen pensar en todo el mundo que tengo en mi vida. Todas esas personas que, cuando se levantan de la cama y miran qué día es hoy, se acuerdan de mí y dedican un pequeño rato de su día a felicitarme el mío. Días como hoy me hacen sentir afortunada y darme cuenta de la enorme suerte que tengo. Me doy cuenta de la suerte que tengo cada vez que viene alguien hacia mí con una sonrisa en la boca, cada vez que alguien viene a darme un abrazo o dos besos. Cada llamada de teléfono o mensaje al móvil me recuerda lo afortunada que soy. Y, por todo esto, hoy estoy un poco más contenta.

No sé, hay personas a las que no le gusta mucho cumplir años, gente que ve pasar el tiempo excesivamente rápido. Sin embargo, si cada nuevo año va a venir acompañado de toda esta gente que me quiere, entonces a mí no me importa crecer. No me importa porque, crecer rodeada de estas personas es un regalo, el mejor regalo de cumpleaños que se puede desear. Muchas gracias a todos.