Dios mío, tengo un problema. Tengo un
problema muy gordo, o eso creo. Resulta que tengo móvil nuevo, que ya era hora
porque el otro estaba viejísimo y se me caía a pedazos. Bueno, eso, que resulta
que mi móvil nuevo tiene una lucecita que se enciende cada vez que me mandan un
whatsapp. Brilla y así sé que alguien me ha escrito. La cuestión es que yo la
veo encenderse muy a menudo y muchas de esas veces… ¡Resulta que me la imagino!
Vamos, que la veo brillar cuando en realidad no brilla.
Odio los móviles. De verdad, los odio con
toda mi alma. Ojalá no existieran, y lo digo en serio. Podría decir que mi
móvil es el objeto con el que más tiempo paso a lo largo del día. ¡Que siempre
lo tengo encima! Y no es que no pueda vivir sin él. Que no, que puedo
perfectamente, ya lo he probado. Si no lo tengo conmigo puedo estar semanas
enteras sin acordarme de él y no tengo ningún problema. Sin embargo, si lo
tengo… Si lo tengo es diferente y tengo la necesidad de mirarlo a todas horas.
Venga, en serio, ¿qué necesidad había de
crear whatsapp?, ¿para qué?, ¿para qué tenemos que estar hablando a todas horas
con todo el mundo? Total, luego nos encontramos en persona y no sabemos qué decirnos,
estamos perdiendo la capacidad de comunicarnos cara a cara. No entiendo por qué
tenemos que saber a todas horas qué está haciendo cualquier persona. Además,
las cosas verdaderas luego pierden su valor. Hablar por hablar no tiene sentido
y hacerlo a todas horas con determinadas personas deja de ser especial.
Por eso, me declaro firme defensora del cara
a cara, de las cosas dichas en persona, del mirar a los ojos. De las sonrisas
espontáneas y los comentarios divertidos. De las frases con ironía, las
preguntas retóricas y las miradas de complicidad. Me declaro defensora del
contacto con la otra persona, de los abrazos y besos en carne y hueso, no por
emoticonos. De escuchar más con los oídos y leer un poco menos con los ojos. Firme
defensora, sin duda, de que las relaciones personales sean, como su nombre
indica, en persona.
La cuestión es que, cuando las cosas se usan
demasiado pierden su valor y nosotros empezamos a perder el valor de muchas
cosas. Perdemos el valor del saber estar. Saber estar ahí, no detrás de una
pantalla. Perdemos el valor de las palabras, porque usamos demasiadas. Perdemos
el valor de las conversaciones, el valor de las miradas y las sonrisas. Con esto
del whatsapp ganamos comodidades pero perdemos otras muchas cosas y a mí, de
verdad, que ya me está empezando a cansar.
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