Vuelvo a comer en casa de mis abuelos, vuelvo
a tener largas conversaciones con ellos y, como siempre, vuelvo a irme
pensativa, con muchas preguntas en la cabeza y pensamientos dando vueltas. Hoy he
llegado cansada, después de una atareada mañana de clases, y me he dedicado a
hacerle preguntas a mi abuela. Así ella me contaba cosas y yo disfrutaba de una
comida escuchando e imaginando.
Poco a poco me ha ido hablando de cómo con
doce años tuvo que dejar el colegio para ocuparse de todos sus hermanos
pequeños y, después, comenzar a trabajar en el campo para poder llevar dinero a
casa. Me ha dicho que en invierno iba con pantalones y chaqueta de hombre para
resguardarse del frío, que llevaba calcetines en las manos a modo de guantes y
que se dedicaba a rascar las remolachas para quitarles el hielo que las cubría.
Hoy la miraba y casi no me la podía imaginar
así. La veo mayor, encogida, y no me puedo hacer a la idea de todo lo que tuvo
que hacer. Me ha seguido hablando de cómo tenía que lavar la ropa de los demás
a mano, levantarse todas las mañanas a las seis, compartir la comida con otros
diez hermanos… Por más que lo pienso me
parece increíble. Pero más increíble me parece, aún, cómo ha cambiado todo. Todo
eso que hace sesenta años formaba parte del día a día de mi abuela, hoy sería
impensable.
No deja de asombrarme la capacidad que tenía
mi abuela para soportar, aún siendo muy jovencita, todas esas cosas. Aguantaba todo
el día trabajando en el campo, independientemente del tiempo que hiciera, y aún
tenía fuerzas para ayudar luego en casa. Yo creo que sería incapaz de
soportarlo, pero también creo que nuestra capacidad muchas veces depende de
nuestra costumbre. Puede ser que yo ya me haya malacostumbrado.
Vivimos en unos tiempos en que hemos optado
por facilitarnos la vida al máximo posible. Que no haya necesidad de ir al
campo, mejor que nos lo traigan al supermercado. Que no tengamos que lavar a
mano, ya están las lavadoras. Los diez hijos de antes quedan convertidos en
dos. Para qué andar largos caminos si tenemos coches. El correo mejor mandarlo
por e-mail. El pan con chocolate de la merienda, convertido en un bollo… Todo
ha sido transformado, todo ha sido simplificado. Y yo me pregunto si, en vez de
facilitarnos las cosas, no nos estaremos atontando.
Aún así, conforme mi abuela me va relatando
su infancia, me voy alegrando de haber nacido ahora y no hace sesenta años. Sin
duda, he tenido suerte. Y en eso me encuentro pensando, cuando oigo a mi abuela
decir que su padre tenía una bicicleta que siempre dejaba tirada en la calle y
nunca nadie se molestó en robar. Dice que la puerta de casa siempre la tenían
abierta, que la gente del pueblo entraba como si de la suya propia se tratara,
que ella entraba en las de los vecinos sin necesidad de pedir permiso. Dice que
todo el día andaban de un lado para el otro, sin ninguna preocupación; que no
había quien robara ni hiciera mal, que las cosas no eran fáciles pero que ellos
eran felices. Y, entonces es cuando se me rompen los esquemas.
Resulta que nos hemos facilitado la vida, que
la hemos simplificado. Hemos procurado hacer las cosas más sencillas, hemos
trabajado por mejorarlas. Sin embargo, las personas nos hemos hecho peores. Nos
hemos olvidado del convivir, hemos dejado atrás las buenas costumbres. Ya no
hay quien deje la puerta de casa abierta, ni la bici sin atar en la calle. Ya no
se deja a los niños ir y venir, salir y entrar, correr y campar a sus anchas. Hemos
cambiado muchas cosas pero me pregunto si no nos habremos pasado. Me gusta todo
lo que me cuenta mi abuela, cada historia, cada detalle pero, sin duda, mi
momento preferido es cuando le oigo decir que, a pesar de todo esto, ellos eran
felices. A fin de cuentas, en la vida, esto es lo más importante.
En las cosas más pequeñas e insignificantes se encuentra la verdadera felicidad. Me ha gustado mucho ver esta entrada pues destacas aquello con lo que nuestros mayores disfrutaban y nosotros nos hemos perdido y se perderán quienes vengan después de nosotros. Muchas gracias!!
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