Hay veces que parece que nuestras cosas,
nuestros problemas, nuestras preocupaciones, son enormes. Momentos en que nuestra
cabeza no puede estar a otra cosa. Ocasiones en que nuestro tiempo queda
reducido a aquello que ocupa nuestra mente y nuestro esfuerzo. Por suerte,
también hay veces en que la vida decide darnos alguna lección y cambiar la
perspectiva desde la que miramos las circunstancias que nos rodean.
Hace unos años, cuando me encontraba a tres
semanas de hacer la selectividad, me pasó algo así. Yo tenía muy clara la
carrera que quería estudiar y dónde la quería hacer, pero todo iba a depender
de la nota media con que acabase el curso. El agobio con que cada mañana me
sentaba en mi mesa, a estudiar, aumentaba día tras día. Mi vida había quedado
reducida a prepararme los exámenes y a pensar en cómo me saldrían.
Ahí andaba yo, estresada, tres semanas antes
de selectividad, cuando empecé a fijarme en que todas las mañanas, mientras yo
estudiaba, una pareja de ancianos, ya bastante mayores, salían a pasear por la
plaza que hay enfrente de mi ventana. Iban juntos y despacito, pasito a paso,
poquito a poco. Hablaban, se miraban, sonreían, saludaban a los vecinos y se
paraban a hablar con ellos. Y así pasaban las mañanas, dando vueltas a la
plaza, sentándose de vez en cuando, observando su alrededor y cruzando miradas
entre ellos.
Poco a poco empecé a cogerles cariño. Cada mañana
que me sentaba a estudiar, esperaba la hora en que ellos salieran de casa y se pusieran
a pasear. Me gustaba mucho mirarles. Se les veía felices con algo muy simple. Desprendían
tranquilidad, ternura y mucha paz. Mostraban el lado más bonito de la vida. El haber
vivido mucho y aún así seguir disfrutando de las cosas del día a día, del
seguir juntos, de los encuentros con los vecinos, de los paseos matinales. Aunque
no pudieran andar mucho, aunque cada dos pasos se sentaran a descansar, aunque
fueran despacito…
Y, de repente, me encontré con que ya no me estresaban
tanto mis exámenes de junio. Con que no me preocupaba si, aún esforzándome, las
cosas no me salían tan bien como yo pretendía. De repente entendí que lo
importante era trabajar duro, día a día, pero teniendo en cuenta que, que las
cosas no salgan como planeamos, no quiere decir que nos vayan a ir mal.
Hace ya unos cuantos años que los vi pasear
por última vez. Al final incluso los fines de semana me asomaba para
observarles un rato. Ellos nunca me llegaron a ver y, sin saberlo, me dieron
una gran lección. Sin quererlo me enseñaron que las circunstancias no tienen
por qué influir en nuestra felicidad y que, en los momentos difíciles, no hay
nada como salir a pasear despacito con la persona que más nos quiere.
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