A veces me cuesta ser directa cuando escribo.
Lo dejo todo un poco en el aire, hablo de situaciones, personas, momentos...
Creo que hoy voy a ser un poco más concreta. Hay cosas que merecen ser
guardadas, voy a intentarlo.
Hace casi un año, en noviembre, llegó uno de
los momentos que estaba esperando desde que había comenzado el curso, la
elección de un nuevo colegio para el curso siguiente. Llevaba dos meses
trabajando a más de 500km de mi casa, en un pueblo que no llegaba a los mil
habitantes, en un colegio en el que teníamos varios cursos en una misma clase, con
niños que a la pregunta de “¿tienes alguna mascota?” me soltaban una retahíla
que comenzaba con perros, seguía con gallinas y siempre terminaba con alguna
vaca…
Así que, en cuanto me dieron la oportunidad
de elegir nuevo destino, me senté en el ordenador, cogí un mapa y empecé a
rodear los pueblos que más se acercan a Toledo (la ciudad en la que yo quería
vivir), para evitar que mi año en mitad del campo se alargara más de lo
esperado.
Nunca, en ningún momento, ni por asomo, se me
pasó por la cabeza que igual ser maestra de pueblo me iba a gustar, que me iba
a acostumbrar a ver ovejas desde la ventana de mi clase, a parar el coche en
medio de la carretera porque un pastor y sus cuarenta vacas tenían que cruzar
en ese momento o a que los niños me echaran la bronca porque “eso a lo que
llamas búho, profe, es una lechuza”.
Y, por eso, por no habérmelo imaginado nunca,
estoy hoy en mi nuevo piso de Toledo siendo consciente de que el año pasado
viví una de las mejores experiencias de mi vida. Dicen que “la casualidad nos da siempre lo que nunca se nos hubiera ocurrido
pedir”. Benditas casualidades.
Ahora sé que sin haberlo elegido, cosas que
tiene el destino, tuve la suerte de caer en el mejor pueblo de España. Sin duda
alguna.
Durante nueve meses llegaba cada día al colegio
con las llaves, con mis dos compañeras (que enseguida se convirtieron en
amigas), un poco antes de que diera la hora e íbamos abriendo todo. Llegaban los
niños y llegaban los padres, y hablábamos, y nos preguntaban qué tal estábamos,
y nos contaban alguna cosa… Y sin tonterías, que ya nos íbamos conociendo,
había treinta niños y todos queríamos lo mejor para ellos.
Hemos trabajado mano a mano con la
bibliotecaria del pueblo, que nos sacaba libros, nos traía autores, nos daba
gominolas, nos llamaba al cole porque se le había ocurrido una nueva idea… Y
nosotras íbamos a verla por las mañanas, por las tardes… Cuando fuera
necesario. Si podíamos, en el recreo, nos escapábamos a la panadería, donde ya
nos conocían, para comprar un poco de pan para el almuerzo y ya de paso lo
utilizábamos también para la comida. Cada salida por el pueblo se llenaba de
saludos, de abrazos de algún niño que nos veía fuera del colegio y le hacía
ilusión, de sonrisas, de personas que se paraban a hablarnos un rato…
En el bar de la plaza servían las mejores
aceitunas (o eso nos parecía a nosotras) y enseguida empezaron a ponérnoslas
sin necesidad de pedirlas. De vez en cuando hacíamos excursiones por la zona y
nos pedíamos unos bocadillos ahí, que nos los dejaban siempre a mitad de precio
con el comentario de “pero esto no se lo contéis a nadie chicas, sólo por ser
vosotras”. Cada vez que había algo especial en el pueblo no nos lo pensábamos, ahí
estábamos nosotras.
Hemos salido en la televisión bailando en la
plaza, con alguna señora del pueblo, el día de San Andrés. Hemos visto el
pregón de fiestas desde el balcón del ayuntamiento y nos hemos hecho nuestras
propias camisetas (la ocasión merecía). Éramos las primeras en enterarnos de
todo lo que pasaba (es lo que tiene trabajar con niños) y la gente nos saludaba
cuando nos veía en el recreo haciendo patio. De vez en cuando recibíamos visitas en el colegio de gente del pueblo que siempre nos hacían ilusión. Cada vez que se nos ocurría algo
para hacer con los niños fuera del colegio, llamábamos a alguien del ayuntamiento y
en un abrir y cerrar de ojos teníamos ahí todo preparado. El día que
organizaron una carrera en el pueblo y sobraron decenas de yogures nos los
trajeron al cole “para que almuercen los niños y, de paso, unas pastas para que
acompañéis un poco”.
Hemos montado en caballo en medio del pueblo.
Hemos cogido espárragos. Hemos acariciado burros, hemos aprendido qué son las
corujas y cuándo es la temporada de ir a por setas. Nos hemos alquilado una
casa ahí, porque ya estamos más lejos pero no nos cansamos de volver. Tenemos miles
de fotos con el monumento que está situado en medio de la plaza, un día a mis
compañeras se les ocurrió que debían tatuárselo y allá por mayo se lo hicieron…
Porque sí, porque ya no es “el pueblo”, ahora
es nuestro pueblo.
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